MATCH POINT
Fátima Fernández Christlieb
El
Deportivo Chapultepec era el único lugar donde mis padres podrían haberse
conocido. Más allá de las canchas de tenis, no tenían nada en común. Él nunca
hubiera pisado los terrenos católicos, rígidos y desnudos de frivolidad en los
que ella creció. Mi madre no tenía nada que ver con el colegio americano, ni
con el ambiente laico, divertido y bailador en donde él se movía como pez en el
agua.
Él
era diez años mayor, tenía su palomilla
integrada por amigos fiesteros y muchachas liberales que fumaban, bebían y
usaban vestidos escotados. Todo un mundo ajeno al de mi mamá. Ella no tenía más
opción que vestir recatadamente, tanto por el hogar conservador de dónde
provenía, como por los contados recursos de una familia clasemediera numerosa.
Descendían, por el lado paterno, de alemanes protestantes y por el materno eran
vascos. La abuela Paula había sido educada en el internado de las monjas del
Sagrado Corazón dado que había perdido a su madre siendo muy niña. Tuvo diez
hijos de los cuales mi madre fue la sexta. Iban a ese deportivo porque el
abuelo Alfredo trabajaba en el Banco de México y los empleados de nómina tenían
fácil acceso.
Mi
papá cayó ahí buscando un buen nivel de tenis, deporte que había practicado en
la escuela y en Nueva York donde vivió de niño. Sus padres eran poblanos. El
abuelo Fernando pudo tener una economía holgada por los grabados en acero y su
mujer, Glafira, de nombre sacado trasnochadamente del calendario, fue la más
pequeña de trece hermanos y siguió siendo como niña hasta que murió.
Ralo
como le dicen a mi padre, se llama Raúl, y fue también el sándwich, vivió con dos hermanos mayores y dos menores. Los de
arriba eran inteligentes, muy libres, demasiado alegres para el gusto del
abuelo. Los de abajo, un hombre y una mujer, eran más consecuentes con las
exigencias paternas. Ralo le temía a su padre y se cobijaba en las naguas de la
mamá-niña con quien asistía contento a clases de piano y de canto. También
estudiaba arquitectura en la UNAM. Presentó su examen profesional gracias a la
tenacidad de Carmela, mi madre, quien obtuvo el tituló en el mismo año que él. “No nos podemos casar si no terminamos las tesis”, repetía ella con
total convicción. Y lo logró, como logró tantas cosas que a él no se le hubieran
ocurrido. Tener diez hijos por ejemplo. Él hubiera querido dos o cuando mucho
tres. Tampoco se le hubiera ocurrido la idea de pertenecer al Movimiento
Familiar Cristiano, pero ella así lo decidió y él iba a las reuniones donde les
revisaba el físico a las señoras, echaba chistes y condescendía con mi madre leyendo
la Biblia por encimita.
Cuando
nació Bernardo, el octavo de mis hermanos, Ralo se fue a un congreso de
arquitectos en Moscú, tardó varios meses en volver. Cuando al fin estuvo de
regreso suponemos que le puso un alto a la fábrica de niños. Se percató de que
se estaba metido en el lío de mantener a una enorme familia. Es posible que
ella haya recurrido a algún método anticonceptivo más allá del ritmo, quizás
una espuma de ésas que no sirven para nada. El caso es que tras de ese viaje
paterno, se detuvo el parto anual, pero la fallida espuma o la certera gana de
mi padre trajeron al mundo a Federico el noveno de sus hijos y tres años
después a Félix, el décimo y último. Cuando éste nació los aprietos económicos
arreciaron. Ella desempolvó sus libros, tomó cursos de actualización y salió a
dar clases de Biología, no en balde había cursado esa carrera. Luego se volvió
funcionaria exitosa, dentro y fuera de la Universidad.
Ralo
dejó su despacho de la Zona Rosa, que estaba en Niza 11-5° piso, para
acomodarse más cerca de la casa, frente a los Viveros de Coyoacán. Cuando
necesitó cash para hacerle frente a
diez colegiaturas en escuelas particulares vendió ese espacio y puso sus
restiradores en la casa. Señor: ya no hay
leche, señor: ya llegó el gas, señor:¿me da permiso de salir un rato?. No
puedo decir que los papeles se invirtieron, no, para nada, él nunca cambió un
solo pañal, ni le tocaba darnos de comer o cenar. Ella, con mi ayuda, sacaba
adelante a los niños. Él nunca se tensó ni se enojó, fluía con los
acontecimientos sin alterarse, jugaba tenis por puro placer, sin obsesiones por
ganar. Mi madre solía ir diario a misa, él se quedaba en la cama otro rato.
Ella seguía dándole al tenis, añoraba su época de campeona nacional, hacía todo
por seguir siendo la número uno, no sólo en este deporte, sino en la profesión
y le gustaba ser calificada como una buena madre y esposa. A mí su discurso y
sobre todo el modelo que puso en mis narices me hartaba pero no lo podía
abandonar. Emulaba su trayectoria con una fatiga a la que aún no le hallo
descanso.
Mis
dos ramas familiares son distintas. Si pudiera condensar lo que heredé de cada
una, diría que soy estudiosa, seria y responsable por mi madre. Tendría que admitir
que mi mente laberíntica, el pelo chino y la letra bonita me vienen de mi
padre. El deporte como actividad cotidiana lo heredé de los dos.
Sería
muy fácil continuar llenando páginas con este relato del que guardo cientos,
miles de imágenes, no sólo en la memoria y en la piel sino en mis diarios. Siento, sin embargo, necesidad de hacer un
alto: ¿qué busco al redactar esto? Lo único que me importa es comprender lo
esencial para aceptar lo que soy y aceptarlo para vivir alegre.
La
tarea de asumir lo que me define y la alegría que persigo tienen que ser cosa
mía. Ellos ya no intervienen en lo absoluto. Existo gracias a ambos y conmigo
hicieron lo mejor que pudieron. Llega un punto en la trayectoria vital de todos
los seres humanos en que no hay más responsabilidad que la propia. ¿Qué hago
con lo que recibí y cómo incluyo lo que quiero agregar a mi vivir? ¿qué tanto
infancia es destino y qué tanto el destino se arma con la conciencia, la
tenacidad, los errores y las sorpresas que nos presenta la existencia?
Durante
47 años he escrito diarios. Después de mí, el personaje central en esos cientos
de cuadernos y libretas es mi madre. Ha sido, y es aún, una figura pesada. Mi
padre aparece escasamente. Nunca ha sido un obstáculo, tampoco lo viví como un
apoyo. He andado por el mundo
equivocándome y acertando con el equipaje heredado. También he metido a las
maletas de mi vida ingredientes que no conocí en la casa de mi infancia, pero
los he acomodado en los modelos de relación humana que ahí experimenté. He cuestionado
todo. He puesto a prueba esos modos de comunicación pero no me han abandonado y
creo que nadie los abandona del todo. Somos lo que heredamos y somos lo que
agregamos. Tenemos un origen y sobre él podemos matizar o poner el énfasis
donde decidamos, pero la materia prima será la misma, aunque algunos
científicos digan ahora que es posible modificar el ADN.
Cada
una de las etapas que he atravesado ha
estado impulsada por un objetivo. En cada una puedo ver ahora el acicate de mi
madre. Distingo unos momentos en actué como ella y otros en que me lancé furiosamente
en contra de su exigencia. No encuentro episodios en los que la fuerza motriz
haya sido mi padre. No me impidió nada, tampoco tengo registros de su aliento.
Cuando jugaba tenis conmigo se dejaba ganar, se esforzaba siempre por poner el
marcador a mi favor, todo lo contrario a lo que en la cancha me hacía sentir mi
madre.
Algo
me quedó cojo en el territorio paterno, en mala hora él alimentó una tendencia
a refugiarse en las mujeres bajo una especie de deseo de no llegar a la adultez,
es como si no hubiera logrado poner ambos pies en la realidad de lo humano. En
lo material sí los colocó, de otro modo se le hubieran venido abajo las casas y
edificios. Lo hecho, hecho está. A ella
la vi tener niños como una actividad más, como una de tantas cosas que le
gustaban de la vida y de él me quedó la sensación de que los hijos crecen de
todos modos, como se va pudiendo.
Cada
niño nace con genes que lo determinan y va forjando su carácter a partir de las
circunstancias que le rodean. Raúl, el que sigue de mí, se vio entre dos formas
de actuar distintas y la amalgama le ha costado. Javier y Alfredo, quienes
nacieron el mismo día, de distintos óvulos, sacaron características físicas y
psicológicas muy diferentes entre sí y pese a ello estuvieron en la misma
escuela y en el mismo salón durante la infancia. Paulina tuvo el peso abrumador
de los arriba y de los abajo, diferenciarse ha sido una tarea compleja. Pablo
tuvo encima un bloque de tres hermanos hombres con una mujer antes y otra
después de él, esto sumado a otro bloque de tres varones menores. Marigli, a la
que en un momento de debilidad postparto le tocó el nombre de Glafira, lidió
con siete hermanos hombres y un pesado modelo femenino por partida triple. Los
otros tres, a los que ya mencioné, les tocó ser los más pequeños durante más
tiempo, por lo menos tres años a cada uno, situación ventajosa que los demás no
conocieron.
Cada
uno vive a los padres desde el ángulo en que le tocó observarlos, gozarlos y
padecerlos. En mi caso, los reclamos son tan fuertes como los agradecimientos y
no creo ser la excepción, todos en todas las familias se quejan de algo y en
algún momento supongo que también agradecen algo. La primogenitura me pesó. El
ver a mi madre rebasada me obligaba a intervenir, me generaba tensión y por las
noches llegaba a la cama con una carga ajena que permeaba mis sueños. Mi padre
aligeraba los días con bromas, buen humor y calma, mucha calma. Algún ligero
equilibrio se lograba.
Ambos,
mi padre y mi madre están vivos. Acaban de entrar a una residencia de tercera
edad. Son fieles a sus biografías. Acabamos de descubrir el caos que él dejó
con los documentos de la casa, prediales no pagados, hipoteca sin comprobante
de redención, asunto serio. Ella es un sol en ese nuevo lugar, encontró un
espacio espléndido para su biblioteca y su estudio, organiza reflexiones para
los cumpleaños de los viejitos, derrama amabilidad y conversación por donde
transita.
Él
está casi ausente, creo que ya se quiere ir. Ella se encuentra feliz y
estimulada. Los dos están en el último juego de su vida, no faltan muchos
puntos para que termine el match. Su zona de convergencia ya no es la cancha de
tenis como lo fue por más de sesenta años. Ahora es ese espacio en el que
cerrarán los ojos para siempre, cada uno a su manera, cada uno dejando detrás
de sí un legado que yo no logro descifrar del todo, pero que llegó el momento
de aceptarlo tal cual.
Mixcoac, 9 julio 2011
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