domingo, 25 de septiembre de 2011


MATCH POINT



Fátima Fernández Christlieb



El Deportivo Chapultepec era el único lugar donde mis padres podrían haberse conocido. Más allá de las canchas de tenis, no tenían nada en común. Él nunca hubiera pisado los terrenos católicos, rígidos y desnudos de frivolidad en los que ella creció. Mi madre no tenía nada que ver con el colegio americano, ni con el ambiente laico, divertido y bailador en donde él se movía como pez en el agua.  

Él era diez años mayor, tenía su palomilla integrada por amigos fiesteros y muchachas liberales que fumaban, bebían y usaban vestidos escotados. Todo un mundo ajeno al de mi mamá. Ella no tenía más opción que vestir recatadamente, tanto por el hogar conservador de dónde provenía, como por los contados recursos de una familia clasemediera numerosa. Descendían, por el lado paterno, de alemanes protestantes y por el materno eran vascos. La abuela Paula había sido educada en el internado de las monjas del Sagrado Corazón dado que había perdido a su madre siendo muy niña. Tuvo diez hijos de los cuales mi madre fue la sexta. Iban a ese deportivo porque el abuelo Alfredo trabajaba en el Banco de México y los empleados de nómina tenían fácil acceso.

Mi papá cayó ahí buscando un buen nivel de tenis, deporte que había practicado en la escuela y en Nueva York donde vivió de niño. Sus padres eran poblanos. El abuelo Fernando pudo tener una economía holgada por los grabados en acero y su mujer, Glafira, de nombre sacado trasnochadamente del calendario, fue la más pequeña de trece hermanos y siguió siendo como niña hasta que murió.

Ralo como le dicen a mi padre, se llama Raúl, y fue también el sándwich, vivió con dos hermanos mayores y dos menores. Los de arriba eran inteligentes, muy libres, demasiado alegres para el gusto del abuelo. Los de abajo, un hombre y una mujer, eran más consecuentes con las exigencias paternas. Ralo le temía a su padre y se cobijaba en las naguas de la mamá-niña con quien asistía contento a clases de piano y de canto. También estudiaba arquitectura en la UNAM. Presentó su examen profesional gracias a la tenacidad de Carmela, mi madre, quien obtuvo el tituló en el mismo año que él. “No nos podemos casar si no terminamos las tesis”, repetía ella con total convicción. Y lo logró, como logró tantas cosas que a él no se le hubieran ocurrido. Tener diez hijos por ejemplo. Él hubiera querido dos o cuando mucho tres. Tampoco se le hubiera ocurrido la idea de pertenecer al Movimiento Familiar Cristiano, pero ella así lo decidió y él iba a las reuniones donde les revisaba el físico a las señoras, echaba chistes y condescendía con mi madre leyendo la Biblia por encimita.

Cuando nació Bernardo, el octavo de mis hermanos, Ralo se fue a un congreso de arquitectos en Moscú, tardó varios meses en volver. Cuando al fin estuvo de regreso suponemos que le puso un alto a la fábrica de niños. Se percató de que se estaba metido en el lío de mantener a una enorme familia. Es posible que ella haya recurrido a algún método anticonceptivo más allá del ritmo, quizás una espuma de ésas que no sirven para nada. El caso es que tras de ese viaje paterno, se detuvo el parto anual, pero la fallida espuma o la certera gana de mi padre trajeron al mundo a Federico el noveno de sus hijos y tres años después a Félix, el décimo y último. Cuando éste nació los aprietos económicos arreciaron. Ella desempolvó sus libros, tomó cursos de actualización y salió a dar clases de Biología, no en balde había cursado esa carrera. Luego se volvió funcionaria exitosa, dentro y fuera de la Universidad.

Ralo dejó su despacho de la Zona Rosa, que estaba en Niza 11-5° piso, para acomodarse más cerca de la casa, frente a los Viveros de Coyoacán. Cuando necesitó cash para hacerle frente a diez colegiaturas en escuelas particulares vendió ese espacio y puso sus restiradores en la casa. Señor: ya no hay leche, señor: ya llegó el gas, señor:¿me da permiso de salir un rato?. No puedo decir que los papeles se invirtieron, no, para nada, él nunca cambió un solo pañal, ni le tocaba darnos de comer o cenar. Ella, con mi ayuda, sacaba adelante a los niños. Él nunca se tensó ni se enojó, fluía con los acontecimientos sin alterarse, jugaba tenis por puro placer, sin obsesiones por ganar. Mi madre solía ir diario a misa, él se quedaba en la cama otro rato. Ella seguía dándole al tenis, añoraba su época de campeona nacional, hacía todo por seguir siendo la número uno, no sólo en este deporte, sino en la profesión y le gustaba ser calificada como una buena madre y esposa. A mí su discurso y sobre todo el modelo que puso en mis narices me hartaba pero no lo podía abandonar. Emulaba su trayectoria con una fatiga a la que aún no le hallo descanso.

Mis dos ramas familiares son distintas. Si pudiera condensar lo que heredé de cada una, diría que soy estudiosa, seria y responsable por mi madre. Tendría que admitir que mi mente laberíntica, el pelo chino y la letra bonita me vienen de mi padre. El deporte como actividad cotidiana lo heredé de los dos.

Sería muy fácil continuar llenando páginas con este relato del que guardo cientos, miles de imágenes, no sólo en la memoria y en la piel sino en mis diarios.  Siento, sin embargo, necesidad de hacer un alto: ¿qué busco al redactar esto? Lo único que me importa es comprender lo esencial para aceptar lo que soy y aceptarlo para vivir alegre.

La tarea de asumir lo que me define y la alegría que persigo tienen que ser cosa mía. Ellos ya no intervienen en lo absoluto. Existo gracias a ambos y conmigo hicieron lo mejor que pudieron. Llega un punto en la trayectoria vital de todos los seres humanos en que no hay más responsabilidad que la propia. ¿Qué hago con lo que recibí y cómo incluyo lo que quiero agregar a mi vivir? ¿qué tanto infancia es destino y qué tanto el destino se arma con la conciencia, la tenacidad, los errores y las sorpresas que nos presenta la existencia?

Durante 47 años he escrito diarios. Después de mí, el personaje central en esos cientos de cuadernos y libretas es mi madre. Ha sido, y es aún, una figura pesada. Mi padre aparece escasamente. Nunca ha sido un obstáculo, tampoco lo viví como un apoyo.  He andado por el mundo equivocándome y acertando con el equipaje heredado. También he metido a las maletas de mi vida ingredientes que no conocí en la casa de mi infancia, pero los he acomodado en los modelos de relación humana que ahí experimenté. He cuestionado todo. He puesto a prueba esos modos de comunicación pero no me han abandonado y creo que nadie los abandona del todo. Somos lo que heredamos y somos lo que agregamos. Tenemos un origen y sobre él podemos matizar o poner el énfasis donde decidamos, pero la materia prima será la misma, aunque algunos científicos digan ahora que es posible modificar el ADN.

Cada una de las etapas que he atravesado  ha estado impulsada por un objetivo. En cada una puedo ver ahora el acicate de mi madre. Distingo unos momentos en actué como ella y otros en que me lancé furiosamente en contra de su exigencia. No encuentro episodios en los que la fuerza motriz haya sido mi padre. No me impidió nada, tampoco tengo registros de su aliento. Cuando jugaba tenis conmigo se dejaba ganar, se esforzaba siempre por poner el marcador a mi favor, todo lo contrario a lo que en la cancha me hacía sentir mi madre.

Algo me quedó cojo en el territorio paterno, en mala hora él alimentó una tendencia a refugiarse en las mujeres bajo una especie de deseo de no llegar a la adultez, es como si no hubiera logrado poner ambos pies en la realidad de lo humano. En lo material sí los colocó, de otro modo se le hubieran venido abajo las casas y edificios.  Lo hecho, hecho está. A ella la vi tener niños como una actividad más, como una de tantas cosas que le gustaban de la vida y de él me quedó la sensación de que los hijos crecen de todos modos, como se va pudiendo.

Cada niño nace con genes que lo determinan y va forjando su carácter a partir de las circunstancias que le rodean. Raúl, el que sigue de mí, se vio entre dos formas de actuar distintas y la amalgama le ha costado. Javier y Alfredo, quienes nacieron el mismo día, de distintos óvulos, sacaron características físicas y psicológicas muy diferentes entre sí y pese a ello estuvieron en la misma escuela y en el mismo salón durante la infancia. Paulina tuvo el peso abrumador de los arriba y de los abajo, diferenciarse ha sido una tarea compleja. Pablo tuvo encima un bloque de tres hermanos hombres con una mujer antes y otra después de él, esto sumado a otro bloque de tres varones menores. Marigli, a la que en un momento de debilidad postparto le tocó el nombre de Glafira, lidió con siete hermanos hombres y un pesado modelo femenino por partida triple. Los otros tres, a los que ya mencioné, les tocó ser los más pequeños durante más tiempo, por lo menos tres años a cada uno, situación ventajosa que los demás no conocieron.

Cada uno vive a los padres desde el ángulo en que le tocó observarlos, gozarlos y padecerlos. En mi caso, los reclamos son tan fuertes como los agradecimientos y no creo ser la excepción, todos en todas las familias se quejan de algo y en algún momento supongo que también agradecen algo. La primogenitura me pesó. El ver a mi madre rebasada me obligaba a intervenir, me generaba tensión y por las noches llegaba a la cama con una carga ajena que permeaba mis sueños. Mi padre aligeraba los días con bromas, buen humor y calma, mucha calma. Algún ligero equilibrio se lograba.

Ambos, mi padre y mi madre están vivos. Acaban de entrar a una residencia de tercera edad. Son fieles a sus biografías. Acabamos de descubrir el caos que él dejó con los documentos de la casa, prediales no pagados, hipoteca sin comprobante de redención, asunto serio. Ella es un sol en ese nuevo lugar, encontró un espacio espléndido para su biblioteca y su estudio, organiza reflexiones para los cumpleaños de los viejitos, derrama amabilidad y conversación por donde transita.

Él está casi ausente, creo que ya se quiere ir. Ella se encuentra feliz y estimulada. Los dos están en el último juego de su vida, no faltan muchos puntos para que termine el match. Su zona de convergencia ya no es la cancha de tenis como lo fue por más de sesenta años. Ahora es ese espacio en el que cerrarán los ojos para siempre, cada uno a su manera, cada uno dejando detrás de sí un legado que yo no logro descifrar del todo, pero que llegó el momento de aceptarlo tal cual.                                                               



  Mixcoac, 9 julio 2011

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